Al nacer el Perú republicano, este continuó
presentando una marcada exclusión. En otros países, esto llevó a diversas
formas de revoluciones que combatieron el neo-colonialismo, la oligarquía y el
racismo a través de sólidos movimientos campesinos. En Perú el mayor movimiento
espontáneo fueron las oleadas migratorias del campo a la ciudad. En ellas se
observa una característica que puede explicarse por el constructo
“aspiracional” empleado en la publicidad, donde el fin era dejar de ser indio y
ser blanco para progresar, lo que retroalimentaba el racismo y la división de
la sociedad.
Es en ese contexto (y otros que no se detallarán
aquí) que surgen Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac
Amaru (MRTA), denominados “terroristas” por un amplio porcentaje de la población
y sus representantes políticos, aunque existan diversas opiniones técnicas
sobre el término más apropiado para describirlo. Para efectos de este artículo,
emplearé el término de “terrorismo” porque es el que permite explicar la
ausencia de estallidos sociales similares a los de países vecinos, a pesar de
la profunda crisis que se atraviesa. Sin embargo, aparecerá entrecomillado,
pues no siempre representa la mejor definición.
El miedo y la desvalorización de la vida se
explican por la crisis económica y el terrorismo. Pero la forma en que se
presentó en cuanto hacia quiénes se dirigía este miedo y desvalorización, se
vincula más bien con algunos fenómenos sociales producto del proceso de
colonialismo y división de la sociedad, donde la paradoja es que se desarrolló
un desprecio racista de descendientes de los pueblos originarios hacia sus
propios miembros y cultura, fortalecido por el desconocimiento de la realidad
andino y amazónico rural desde las élites del gobierno y la capital.
Baró señalaba que la guerra exige importantes
modificaciones en los esquemas cognoscitivos y en los patrones de conducta, que
implica lo que él denominó un proceso de deshumanización, caracterizado
por la prevalencia de los prejuicios, así como la pérdida de la capacidad de
comunicarse con los demás y del sentimiento solidario y la esperanza.
Al “terruquear”, se define al “terrorista”, como un
asesino que pierde su condición de humano ante la percepción del otro. Al
deshumanizar al “terrorista”, se genera un mecanismo que bloquea toda
posibilidad de comunicación, empatía, comprensión y solidaridad hacia este
sujeto convertido en objeto.
El temor hacia la subversión reforzó la
construcción de un estereotipo hacia quienes eran considerados como tales, que
se combinó en muchos casos con un temor racista y clasista a los andinos, a la
vez que con intolerancia ideológica y se fijó hasta el día de hoy en reacciones
adversas hacia ciertos discursos de izquierda, en especial los vinculados al
marxismo y al comunismo. Esto último en las generaciones que vivieron la guerra
fría caló mucho más. El término “terrorista” pasa a generalizarse para desacreditar
a quien tenga una postura radicalizada, cause algún tipo de daño (“atentado”) a
bienes públicos o privados.
En los noventas, gracias a las denuncias anónimas,
las acusaciones de arrepentidos y la colaboración eficaz, se extendió la
posibilidad real de acusar formalmente de “terrorista” a una persona, por
indicios tan irrelevantes como tener un libro marxista, conversar con alguien
con una postura comunista o cantar cierta canción. Muchas personas acusadas
terminaron rindiendo declaraciones en una comisaría, otras detenidas, incluso
sentenciadas y luego liberadas, pero otras simplemente fueron desaparecidas sin
lograrse comprobar si en verdad eran culpables de terrorismo.
El ser considerado “terrorista” entonces tenía
consecuencias negativas reales en el ejercicio de derechos y ciudadanía, y fue
adormeciendo el movimiento social, hasta que un grupo de jóvenes se levantó
contra ello. No es de extrañar que muchos de sus líderes eran limeños no
andinos, que por su fisonomía y clase social no correspondían al estereotipo
andino, y no cargaban con la mochila de ser objetos de racismo. Sin embargo,
esta misma juventud en su mayoría denunció los crímenes del gobierno de turno,
pero muy pocos apostaron por una defensa de quienes habían sido acusados de “terrorismo”,
y en cambio expresaron su rechazo abierto a los “grupos terroristas”.
Con el final de la violencia y la transición
democrática, se abolieron los mecanismos legales que podían terminar con una
persona encarcelada por su ideología o comportamiento radical. Sin embargo, al
no haberse atacado directamente la deshumanización causada por el “terruqueo”,
este persistió como forma de control social hasta el día de hoy.
Esta deshumanización ya no trae consecuencias
legales o fácticas como la pérdida de derechos o poner en riesgo la vida, sino
que implica consecuencias simbólicas de pérdida de estatus, aislamiento social,
y por ende serias dificultades para relacionarse, conseguir y mantener un
empleo, amistades, y todo aquello que caracteriza a las personas como seres
humanos.
Este temor a una posible pérdida simbólica es lo
suficientemente fuerte en un país con empleo precarizado, que puede llegar a usarse
como herramienta de control social desde los medios de comunicación, las aulas
universitarias y otros espacios públicos.
Pese a ello, se han tenido grandes movilizaciones
sociales en los últimos años, pero muchos de sus protagonistas, incluyendo
líderes y lideresas de izquierda se apuran en deslindar con el “terrorismo” y
todo aquellos que se le parezca como el comunismo, el marxismo, e incluso el neologismo
de “caviar”. Este constante deslinde valida al “terruqueo” como injuria y norma
social. Esa quizá es otra diferencia con otros países, donde los líderes
políticos de izquierda no se esfuerzan tanto con deslindar del marxismo y sus
variantes.
Deconstruir el “terruqueo” será una tarea difícil
pero necesaria para la consolidación de los movimientos sociales. Implica
aceptar posturas radicalizadas, humanizar a los “terroristas” muertos y
encarcelados, no justificar una ejecución extrajudicial por una sospecha de “terrorismo”,
aclarar que comunismo y “terrorismo” son diferentes, y perder el miedo a que
alguien use la palabra “terrorismo” como forma de desvalorizar una opinión.
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