
Aquellas personas, hombres y mujeres
(sobre todo mujeres) a las que solemos llamar “víctimas”, en realidad son la
principal reserva de moral y justicia de un país que no se ha caído a pedazos,
precisamente por ese terco amor a la vida.
Podría pensarse que quien lleva
tantos años bregando por una justicia que llega a cuenta gotas o no llega, que
permanentemente recuerda y verbaliza su dolor no con finalidad terapéutica,
sino porque la justicia peruana es sorda en vez de ciega, que quienes han
resistido tanto tiempo a la injuria y la difamación casi perpetua, aquellas que
viven con un ojo alerta, desplegando un energía en hacer surcos en el mar,
debieran ser personas ya sin sueños ni ilusiones, cargada de resentimiento. Pero
no es así.
Esa idea es un estereotipo
estúpido. ¿A cuántas personas pasados
los 40, 50 o 60 conocen que se atrevan a aprender a tocar un instrumento,
cantar en otro idioma y hacerlo en público?, ¿a cuántas amas de casa que forman
organizaciones y gestionan proyectos?, ¿ a cuántas jóvenes que habiendo
terminado una carrera, estudian una segunda profesión y en el camino son
lideresas estudiantiles?. Yo conozco a muy pocas, y casi todas sobrevivieron a
una historia de violencia que les arrebató parte de su vida.
No quiero decir que es
resiliencia, tampoco que salen de su zona de confort, porque no saltaron al
vacío, fueron aventadas a un vacío y tejieron con tenacidad y fuerza
sobrehumanda una red para las siguientes que eran lanzadas, y para evitar que
un país entero cayera al vacío.
No quiero conceptualizar, sino
reconocer y aprender de esa sabiduría construida fuera de las aulas a fuerza de
convicción, tenacidad y amor. Quiero agradecer esa lección, de cómo continuar
el desarrollo personal y profesional, irradiándolo con la misma sencillez con
la que el sol nos abrazó ayer en el Campo de Marte, junto al Ojo que llora, que
al igual que nuestras actoras a veces ya no tiene lágrimas, pero llora, otras
veces ya no llora, pero siempre recuerda.
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