Se acerca nuevamente el 21 de marzo, Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial en memoria de la matanza de manifestantes contra el apartheid en Shaperville, Sudáfrica. El racismo a la peruana, como ya lo he expresado antes, no usa balas para matar. No mata de manera violenta, pero tampoco deja vivir. Tampoco está institucionalizado en leyes, pero es más fuerte que las leyes de igualdad existentes.
Este racismo, construido en la
colonia para justificar y sostener las relaciones de poder y asimetrías ha
permeado y sigue permeando nuestras relaciones sociales, desde lo familiar
hasta lo mediático y en la prestación de servicios públicos y privados,
limitando el ejercicio de derechos de las personas que son parte de las
poblaciones históricamente discriminadas.
Lo que sigue a continuación, son
algunas impresiones, no medidas ni necesariamente verificables, así que puede
haber errores de percepción. Sin embargo, con alrededor de 20 años siguiendo el
tema desde el activismo, la academia y lo laboral, tampoco son caprichos o
disparos al aire.
En primer lugar, reconocer la
proliferación cada vez mayor de libros, estudios, artículos y especialistas que abordan el
racismo como un problema en Perú. Hace 30 años o más, este problema era invisibilizado,
o incluso negado desde la academia, por lo que es justo reconocer a algunos precursores
como Gonzalo Portocarrero y Guillermo Nugent desde la sociología o Ramón León y
Víctor Montero en la psicología social, con documentos de fines del siglo
pasado, además de autores indigenistas y de los primeros estudios afroperuanos
como los de José Luciano. La lista es hoy mucho más larga y no cabría enumerarla sin cometer omisiones involuntarias.
Un proceso que coadyuvó al
posicionamiento académico y a la profusión de estudios fue el de la Comisión de
la Verdad y Reconciliación, al arrojar que la gran mayoría de víctimas de la violencia
eran personas indígenas. Paralelamente surgió un movimiento de reivindicación
de lo “cholo” como categoría y posible construcción de identidad, que incluye
las expresiones artísticas (musicales, gráficas, etc.) de los migrantes andinos (y amazónicos), y sus descendientes que aportan a la diversidad cultural de Lima.
En contraste, los avances contra
la naturalización de expresiones racistas en la televisión, las artes y lo
cotidiano son mucho más limitados. Podría decirse que quienes denuncian
prácticas como el blackface aún no tienen el suficiente impacto como para
reducir o eliminar el consumo de ese tipo de productos. El Ministerio de
Justicia emprendió una interesante campaña al respecto, pero con bajo impacto y
difusión, incluso en los círculos antirracistas.
También hemos tenido campañas
electorales donde se ha exacerbado el racismo, especialmente en las redes
sociales, que es donde hoy se leen más expresiones de ese tipo, y para las que
la condena social aún es insuficiente. En cambio, quienes reclama el respeto a
sus derechos, suelen ser sometidos/as al escrutinio público y considerados como
“exagerados”, en especial si son mujeres, como las que señalan que personajes
como la Paisana Jacinta no las representa como mujeres indígenas. Es la forma
moderna de recordarles a las víctimas de racismo que deben “permanecer en su
lugar”.
Otra limitación de los avances
contra el racismo, es que se ha posicionado una versión “light” contra la
discriminación, centrada en combatir algunas expresiones públicas o preservar
algunos derechos como la libertad de tránsito y acceso a lugares públicos, pero
que no trata las raíces y la estructura del problema.
Este discurso más digerible y que
no cuestiona las relaciones de poder, es el que ha logrado cierto
posicionamiento en los medios de comunicación y redes sociales, mientras que
cualquier cuestionamiento a los privilegios y abuso de poder es silenciado, vilipendiado
o ignorado. Un ejemplo reciente fue el programa educativo del Ministerio de Educación, donde se incluyó parte de un documental para
explicar la discriminación lingüística y referencia las raíces
de la inequidad. Dicho programa fue atacado, acusándolo de fomentar el resentimiento y clasismo.
En los discursos contra el antirracismo.
O para evitar la doble negación: En los discursos racistas, es común acusar al
sujeto subalternizado que reclama sus derechos de estar “resentido”. Esta
acusación puede ir o no acompañada de que la persona en cuestión es
velasquista, izquierdista, comunista, o incluso terrorista, términos que en
Perú son empleados libremente como sinónimos entre sí.
Ha habido avances en lo jurídico
e institucional como la penalización de la discriminación, las ordenanzas
municipales y regionales, las sentencias contra programas televisivos racistas,
la creación de un ente rector con el Ministerio de Cultura y una comisión
multisectorial contra la discriminación, así como mecanismos de reporte y
denuncia donde destaca “Alerta contra el Racismo”.
Sin embargo el mayor reto sigue
siendo la erradicación de las prácticas cotidianas, de las leyes no escritas,
de los chistes que ofenden, del no validar, ridiculizar o callar la voz de quienes
son discriminados, y la paleta de colores en nuestros cerebros al mirarnos y
relacionarnos. El Perú del bicentenario no es un mendigo en un banco de oro, es
un banquero sentado sobre un mendigo y una mendiga empobrecidas durante siglos
por el racismo.
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