en un país convulsionado
Hasta
hace dos o tres décadas, cuando en un programa de televisión argentino había un
diálogo donde alguien comentaba con naturalidad sus sesiones psicoterapéuticas,
sentía cierta envidia y me preguntaba cuando llegaría el momento en que ese
tipo de conversaciones fueran así de espontáneas y aceptadas en nuestro
contexto.
En las
últimas semanas, en diversos contextos y con distintas personas, se produjo
finalmente el milagro. ¿o no?
Hay
algunas precisiones contextuales que hacer: La primera es que dichas
conversaciones se han dado con profesionales de clase media limeños, y la
segunda, que siendo yo psicóloga, es posible que sientan una mayor confianza de
referir que reciben un apoyo especializado. Finalmente, no se convirtió el tema
de conversación, sino que, para reafirmar alguna conducta de autocuidado,
señalan la frase: “mi psicólog@ dice…”
Como
sea, y con las salvedades señaladas, es buenísimo porque finalmente se empieza
a crear en nuestro país una cultura de salud psicológica o salud mental.
Definitivamente los efectos psicológicos y
sociales de la pandemia mundial del coronavirus han aportado, para que ya no
por las buenas, sino por las malas, se empiece a tomar en serio esta otra
dimensión de la salud. Al inicio, incluso antes de que se diera el primer caso
en Perú, la incertidumbre desestabilizó en distintas formas la salud mental de
las personas, incluyendo su relacionamiento con los demás y su entorno: el temor
al contagio y a la desprotección generó comportamientos como el acaparamiento
de productos, el distanciamiento, limpieza excesiva, desconfianza marcada,
entre otros. Luego el confinamiento generó discusiones familiares, laborales,
vecinales, aceleró procesos de estrés, ansiedad, conflictividad, agresividad…
Sin embargo, el mayor efecto se ha dado a
partir de las consecuencias de la pandemia. Siendo el país con más muertes per
cápita, pero además, considerando lo que hay detrás de cada muerte y
sobreviviente: Decisiones entre la vida y lo económico, estrés y culpa en la
búsqueda de oxígeno y atención médica, empobrecimiento, pérdida de movilidad y
de sentidos en los sobrevivientes. Duelos inconclusos y mal elaborados.
La Organización Mundial de la Salud advirtió
sobre las consecuencias psicológicas de la pandemia, y se le denominó la
segunda pandemia en camino.
El Ministerio de Salud tuvo una pronta
respuesta aprobando en junio del 2020 el Plan de Salud Mental
(RM N° 363-2020-MINSA). Otros sectores como MINEDU y MIMP, también tomaron sus
previsiones para la atención educativa, a poblaciones vulnerables y un posible incremento
de violencias hacia la mujer y al interior de las familias.
Hemos visto todos estos efectos, incluso algunos
especialistas afirman que la polarización política actual está canalizando en
parte la agresividad, y en parte está agudizando su impacto. Tuvimos un intento
de suicidio en una escuela
privada, que seguramente es punta de iceberg del incremento de la
conflictividad en contexto escolar. Además, diversos estudios
muestran los impactos en la violencia familiar contra la mujer
y las infancias.
Estos efectos, seguramente serían mayores de no existir previsiones, pero aún
así, la acción estatal es limitada.
Se fortaleció la estrategia de Centros de Salud
Mental Comunitarios, pero actualmente están desbordados y tardan días o semanas
en dar citas nuevas. Esto, en parte porque la oferta sigue siendo insuficiente
a nivel nacional, y en parte porque los esfuerzos se concentran en la atención
individualizada a casos identificados, y no se potencia suficientemente las
acciones promocionales y de prevención colectivas y comunitarias. Tarea en la
que apoyan varias Defensorías Municipales de Niñas, niños y adolescentes, como
el propio sector educación. Lamentablemente estos esfuerzos se concentran en
los servicios públicos con mayor densidad poblacional, dejando desatendidas por
ejemplo ámbitos peri urbanos, rurales, y a quienes prefieren usar servicios
educativos y sanitarios privados.
Un caso especial de desatención lo constituyen
los pueblos indígenas y afroperuano, que requieren un diseño específico que
considere tanto factores interculturales (lengua, espiritualidad, concepción de
la salud y cosmovisión) como el impacto psicológico de la vivencia del racismo
estructural.
Para este año, el Plan de Salud Mental 2023 debiera
contemplar además el impacto de dos meses de convulsión social, con más de
sesenta muertos en circunstancias violentas (manifestantes asesinados,
transeúntes, muertes colaterales, linchamiento a policía…) y centenares de
personas heridas. Sobrevivientes y dolientes requieren diversos apoyos, pero la
ciudadanía en general, expuesta a violencia simbólica, mensajes de odio, mentiras,
negación de la otredad, discusiones, discursos e imágenes deplorables, también
empieza a mostrar secuelas en su salud psicológica, incluyendo un déficit en
las relaciones interpersonales, pérdida de habilidades como la empatía, la
solidaridad y la conciliación.
Aún no tenemos un espacio para la tristeza,
impera la agresividad, y sin tristeza no podemos condolernos, el
dolernos conjuntamente más allá de ideologías es el paso para el pedido de perdón
desde las autoridades que permitirá en futuro la justicia y la reconciliación,
valorando primero la vida de las personas, y luego los proyectos económicos y
políticos del país.
[1] Aunque el término de salud “mental” es el más
empleado, y se utilizará en adelante, es impreciso, en tanto la “mente” más que
una entidad es un constructo que coloquialmente relacionamos principalmente al
pensamiento, lo “inconsciente” y lo cognitivo. Más exacto sería referirnos a la
salud “psicológica” en tanto la psicología es la encargada del estudio del
comportamiento, explicación y modificación, lo que se puede abordar desde los
distintos enfoques psicológicos desde diversos constructos, que además de lo
cognitivo incluyen lo emocional, lo subjetivo y lo relacional, siendo este
último fundamental para la promoción de una salud integral.
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