Se puede romantizar ello como una protesta “auténticamente
popular”, pero esta carencia de una mayor organización, dirección y liderazgos
visibles tiene un lado menos amable: La imposibilidad de establecer diálogo y
negociación; el debilitamiento de la propia manifestación, que en Lima es
fácilmente dispersada, limitando la capacidad de influencia de la masa
manifestante sobre los gobernantes. No es lo mismo fotos de varias
movilizaciones en la capital, que la toma aérea impresionante de esos mismos
miles de personas ocupando una avenida a lo largo y ancho.
Las teorías del comportamiento de masas dicen que identificando
el liderazgo se puede controlar o influir en ellas. Pero también distinguen
varias categorías de masas, y aquellas que comparten una cultura e identidad
común[1]
son menos dependientes de los liderazgos individuales. Pero eso no basta para
explicar lo sucedido.
Desde mediados de los ochentas, y con mayor intensidad en
los noventas, ha habido un ataque sistemático a las organizaciones sociales
como sindicatos, federaciones, organizaciones indígenas, campesinas, artísticas
entre otras.
En la primera fase fueron los mismos grupos terroristas
quienes perseguían y asesinaban a líderes y lideresas sindicales, rurales y
barriales, como a autoridades y políticos. Pero luego vino la persecución desde
el Estado que con tácticas de terror atacaron y asesinaron líderes mediante comandos
paramilitares. El mensaje era claro: si lideras una organización mueres, y
nadie lo lamentará porque te llamaremos terrorista y no se llora a los
terrucos.
Incluso organismos de derechos humanos cayeron (y siguen
cayendo) en esta falacia, y se cercioran de la reputación de sus potenciales beneficiarios
antes de asumir su defensa legal.
Para enfrentar la dictadura fujimontesinista se tejió un
nuevo entramado social que tuvo su apogeo en la “Marcha de los Cuatro Suyos”
que cumplió con generar una corriente de opinión que favoreció la renuncia de
Fujimori con el vladivideo de detonante. No fue ni un hecho ni el otro, sino la
conjunción de ambos lo que logró restituir la democracia. Sin embargo, fueron
prontamente atacadas cuando sus reivindicaciones socioambientales, indígenas y
laborales resultaron incómodas a los sucesivos gobiernos de turno.
Cuando alguien honesto intenta asumir liderazgo y
protagonismo se expone tanto al cargamontón en redes sociales, como en medios
de comunicación, y a la vez a represalias. Si antes asumir un protagonismo
significaba acumular capital social para disputar poder político y económico,
hoy es todo lo contrario por la persistente criminalización de la protesta social, que además la desprestigia. Se necesita tener previamente ciertas redes o soporte
para poder afrontar el linchamiento simbólico y la persecución que alcanza
incluso a las familias. Quienes tienen ese colchón, o no les interesa perder
reputación, o pueden estar asociados a diversas mafias o a grupos de poder. Tanto
en la derecha, el centro y la izquierda. Habrá excepciones, pero se requiere de
un valor casi suicida.
La paradoja es que los mismos estamentos de poder que
mataron las organizaciones sociales, ahora claman por interlocutores.
Pero atención: No hay una ausencia de organización, más bien hay una multiplicidad de estas, al grado de la atomización. Existen espacios de diálogo que, desde el asambleísmo, típico de nuestros pueblos originarios e indígenas, van forjando nuevas formas de organización.
Es una versión de
democracia radical popular que emerge frente a la crisis de la democracia
representativa.
La Asamblea General de los Pueblos es un intento de
aglutinarlas, pero muchas quedan por fuera, en especial quienes simpatizando
con la actual causa, no comparten sus posturas políticas e ideológicas.
Es un proceso, y es difícil tomar una foto nítida de una
masa en movimiento.
Por eso el pedido de la Asamblea Constituyente no debe ser
leído de manera literal, sino como la demanda de estos espacios de diálogo y
refundación de país. Una constituyente como la de 1993 llena de otorongos
difícilmente logrará los cambios necesarios. Tampoco las transformaciones
legales se traducirán mágicamente en la cotidianeidad. Nuestro racismo nunca
necesitó ser legal para ser real, y las leyes solas no las desaparecerán.
Esta multiplicidad de organizaciones asambleístas necesitan
un interlocutor, incluir en los diálogos a quienes hoy les ningunean. No al
revés como pretenden las autoridades.
La salida está en fortalecer cada espacio de diálogo para
recuperar la capacidad de pensar en clave de “Noqanchis”, del nosotros
incluyente, y desprendernos de la mirada de que exitimos “unos” y “otros” que impera en los
discursos oficiales.
[1] Le
Bon usó erróneamente la categoría “raza” para este tipo de masas, pero la
descripción que hace de ella, y los estudios posteriores nos permiten
identificar estas categorías vigentes de identidad y cultura.
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