En Casa

Dicen que quienes no han padecido la violencia, no son capaces de comprender cómo ésta afecta a las otras personas.

Creo que hay personas que, pese a haberla padecido, la han negado, ocultado y/o normalizado tanto ante sí mismos y el mundo, que en el proceso bloquearon su capacidad de empatía.

La paradoja en mi caso, y por lo que escribo estas líneas a modo de reflexión en voz alta, es que no entiendo a las personas incapaces de comprender, o al menos aceptar que existe la violencia dentro de un hogar.

No entiendo por qué a tantas personas les resulta tan difícil o inadmisible de aceptar que existen niñas, niños y adolescentes violentados cotidianamente por sus progenitores o allegados, e insisten en que el peligro está afuera por llevar una prenda inapropiada o frecuentar personas y lugares no adecuados.

    “Pero ¡cómo va a ser si él prácticamente la ha criado!”. “Es una excelente persona y mi amigo”. "No es capaz, has entendido mal”. “Debió ser otra persona”. “Algo habrá hecho esa chica, pues”. Seguro le hizo perder la paciencia”. “Se lo está inventando, si es su mamá, cómo le va a hacer eso”.

Son algunas frases que logro recordar ahora, y que expresan esa incredulidad de que la propia casa sea una cárcel para miles de mujeres, de niñas, niños y adolescentes.

#QuédateEnCasa nos dijeron. Afirmaban que era seguro, pero cada día intentaron matar a dos mujeres, logrando asesinar a más de dos por semana. Hay 557 denuncias de mujeres desaparecidas, más de 5 por cada uno de los 100 días de cuarentena, y quizás falten más por denunciar.

Las niñas y adolescentes aún no pueden salir, no han ido a la escuela, ni al parque o a una fiesta todavía, y al menos cuatro chicas al día han sido violadas en sus casas, por un familiar o persona adulta que debía protegerla. Entre ellas, el caso emblemático de la adolescente cajamarquina, atada, torturada, abusada y luego casi quemada por su padre. No por su padrastro, su tío, su novio o un encapuchado escondido en un matorral, sino su padre, su propia sangre. Un hombre que tenía ya antecedentes, pero de quien seguramente dijeron era buena persona y sus víctimas una sarta de cualquieras.

Puedo pensar que quienes se muestran incrédulos ante esta realidad, presentan algún mecanismo de defensa al no querer ver todas las creencias sobre la familia venidas por los suelos, ya que sería una parte esencial de su sistema de creencias e identidad el que se está viendo atacado. Pero ¿tantas personas durante tanto tiempo? Y lo peor, quienes logran dar crédito a estos casos, etiquetan a los perpetradores de “enfermos”, aislando el caso y negando que pueda ser algo más común de lo que sospechamos.

Si lo miramos en conjunto, podríamos decir que es el macrosistema de la sociedad defendiéndose y defendiendo su propia organización teniendo como núcleo a la familia, y sacrificando a quienes no tienen poder para mantenerse y repetir el ciclo.

No sostengo que la violencia sea la norma, o la mayoría. No puedo hacerlo. Pero definitivamente sucede más a menudo de lo que sospechamos.

Son cuatrocientas niñas que se atrevieron a hablar, ¿cuántas más habrá en silencio? Cuántas de ellas escuchando en sus casas que eso no existe, que no es posible, que jamás ocurriría en su entorno, familia o comunidad. Cuántas observando en silencio nuestra falta de empatía. Cuántas agachando la cabeza ante la mirada lasciva de su abusador, rogando que la cena se prolongue unos minutos más.


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