El encuentro suspendido

A la memoria de los nueve estudiantes y un profesor de la Cantuta, y miles más de peruanos y peruanas que nos faltan.

 

Muchas de nuestras culturas ancestrales andinas y amazónicas no tienen una palabra para decir “adiós”, sino que finalizan cada encuentro con la dulce promesa de volverse a ver.

Comparten con muchas culturas occidentales la fe en un mundo y en una existencia que trascienden la presente, aunque interpretada y vivenciada de diferentes formas que se entrelazan y sincretizan con las provenientes de las tradiciones judeocristianas, y aquellas a su vez se resignifican en diálogo con cosmovisiones africanas, celtas y orientales.

Lo que también es común a las diferentes culturas, es la realización de ritos que conmemoran la muerte. Sus significados son diversos, pero comparten la función social de permitir a los deudos marcar un hito y procesar las emociones ante la imposibilidad de volver a abrazarse y encontrarse en este mundo o plano existencial.

No poder realizar este ritual, no decir adiós, hasta luego o hasta siempre, deja en suspenso la promesa del encuentro en otro plano. Anular el ritual, vuelve irreal la partida del ser amado, con la constante sensación de qué podría volver en cualquier momento.

Negarle a una hermana, a un hijo, a una madre, a un amigo o pareja saber dónde descansa el cuerpo del ser amado, debe ser una de las mayores atrocidades que un ser humano pueda hacerle a otro. Eso sucedió en nuestro país por dos décadas. No, este no es un artículo sobre las sensibles muertes del COVID, cuyas cenizas, salvo descuido o negligencia, son entregadas a las familias, y no tiradas tras una incineración clandestina. Se notifica en la media de lo posible la dirección del nicho o fosa común, en vez de ocultar deliberadamente la información hasta después de muertos los deudos. Este artículo se trata de quince a veinte mil personas desaparecidas en Perú.

Mujer encendiendo velas
Imagen tomada de nota de BBC de desaparecidos
https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-40969349

Cada dolor, cada pérdida, es única, inconmensurable e incomparable. 

No tiene sentido intentar hacer paralelos. Lo que espero pueda hacernos sentido, es promover una mirada más empática de nuestro presente y pasado, para que pueda albergarnos un futuro más habitable.

Como sociedad, hemos sido muy indiferentes al dolor de las y los familiares de personas desaparecidas. Hemos dudado de su existencia, porque el Estado no les otorgó un documento de identidad (libreta electoral), o esta desapareció o fue quemada. Hemos justificado sus muertes tildándoles de terroristas, cuando muchos fueron víctimas del propio Sendero, o hemos asumido su muerte y desaparición como daños colaterales, justificados en medio de una guerra.

El ejercicio de empatía es difícil en estos casos, cuando las personas nos resultan lejanas por su procedencia socioeconómica, étnica, regional o ideológica. Pero quizá la mayor dificultad para ponernos en el lugar del familiar del desaparecido es porque significa estar dispuestos a compartir el dolor, y vivimos en una cultura que busca la felicidad hollywoodense, y teme de manera irracional al sufrimiento.

Ahora las muertes no son de alguien lejano socialmente, son del familiar, del amigo, del colega. ¿Tendremos la capacidad de abrazar el dolor ajeno?, ¿o justificaremos esas despedidas suspendidas por estar en una guerra contra el virus?


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