Las sociedades están hechas (entre otras cosas) de
rituales construidos alrededor de la vida humana y en comunidad. La muerte es
uno de estos hitos, que a diferencia de otros, carga con la incertidumbre
respecto a lo que sucede –o no- después. Diversas culturas y confesiones a lo
largo del tiempo han ensayado diversas interpretaciones respecto a lo que sucedería después de la muerte,
generando a partir de dichas interpretaciones rituales para ayudar a los
finados a su tránsito. Estos rituales pueden ir desde la selección del lugar de
entierro, colocar una moneda en la boca, enterrarle con sus súbditos,
momificarles, construir mausoleos, oficiar misas, conservar los restos
cremados, y un largo etcétera.
Sin embargo, hasta la fecha no hay ninguna certeza
sobre lo que sucede después de la muerte, si es que sucede algo. En realidad,
son actos de fe los que nos hacen pensar que una oración o compartir una comida
ayudarán a nuestros seres queridos a alcanzar la paz, el paraíso, o aquello en
lo que creamos desde nuestra religión o espiritualidad.
Por ello, aunque estos rituales están dirigidos a
los fallecidos, en esencia cumplen un rol social, al tiempo que un rol en la
preservación de la salud mental de las personas y colectivos. El proseguir
estos rituales permite a las personas elaborar el duelo de la pérdida de
alguien significativo, y hacer el cierre simbólico. De allí que en todos los
rituales una constante es la expresión (en silencio, en voz alta o muy alta) de
los sentimientos hacia quien falleció. También por ello lo difícil que es para
las familias de personas desaparecidas el elaborar su duelo, frente a la
imposibilidad de desarrollar algún ritual, que implica normalmente un acto con
el cuerpo de la persona fallecida: velarlo, enterrarlo, cremarlo.
Siguiendo la teoría gestáltica respecto al cierre,
lo importante es lo simbólico y el poder hacer y expresar todos los
sentimientos asociados a la pérdida. El hacer incluye compensar aquellas
acciones que no se pudieron realizar y aquello que compense el sentimiento de
culpa que pueda existir por lo que se hizo mal o lo que no se hizo, o dijo…
entendiendo que la culpa es otra creación cultural con una función de
auto-regulación de la conducta inventada por la tradición judeo-cristiana, pero
ese es otro tema…
Retornando a los rituales de cierre y su función en
la salud mental y la cohesión social, aunque el objeto sean los muertos, los
verdaderos destinatarios son los vivos. Por tanto, se puede interpretar que
estos rituales constituyen una oportunidad para comprender, expresar y hacer
aquello para lo que no se tuvo la capacidad. Cada quien puede crear otras
oportunidades posteriores, pero los rituales asociados a la muerte son un
espacio privilegiado para ello, pues hay una motivación social para ello.
Siguiendo esta argumentación, aunque los destinatarios
son los vivos, el ritual no cumplirá su rol sobre la salud mental como espacio
de cierre si es que estos no se desarrollan en función a la persona fallecida.
Esto es lo que popularmente se denomina “cumplir su último deseo”, es decir
desarrollar los rituales de tal forma que hubiera agradado a quien nos dejó.
Cuando se sobrevaloran aspectos formales del ritual religioso o cultural, se
corre el riesgo de no “rendir homenaje” al difunto, con lo cual la acto de
cierre se ve frustrado. Darle más valor a la formalidad del ritual que a la
finalidad del mismo es una forma de fundamentalismo, el que a su vez es un
mandato que al no permitir el error, genera a nivel afectivo inseguridad, pobre
tolerancia a la frustración, dificultades en las relaciones interpersonales, y
puede ahondar problemas de salud mental. En un contexto de pérdida, impide el
cierre.
Como se señaló, existe también una función social
en estos rituales, bajo la cual podría argumentarse la importancia de las
formalidades pre-establecidas culturalmente. Nuevamente se debe buscar cuál es
la finalidad social del ritual, y esta es mantener el equilibrio del colectivo
en una situación de cambio por la desaparición de uno de sus miembros. Para
mantener el equilibrio es necesario que el ritual compense la ausencia de este
miembro de la comunidad, lo que lleva nuevamente a la conclusión que el ritual
debe desarrollarse en función a la persona fallecida para que también cumpla su
función social. Y aquí, podríamos citar los efectos negativos de los
fundamentalismos para las sociedades, de los que destacaré la generación de un
clima de mayor tolerancia a las diversas formas de violencia.
Concluyendo, se debe centrar los rituales de la
muerte en función al fallecido para que sean útiles a los vivos a nivel
afectivo y social, pero aún mejor sería seguir desarrollando acciones dirigidas
a comprender, expresar y hacer aquello que hubiera agradado a quien deja un
vacío en la comunidad, para preservar el equilibrio, más aún cuando quien
abandonó la vida terrenal era alguien influyente en su entorno.
Esta larga deliberación es una forma en extremo
racional de cumplir con lo último. Te prometo en adelante ofrendarte gestos
menos cerebrales querido Pau.
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