No es casualidad que las
propuestas de cambio social, respetando a sus actores como protagónicos,
empleen en el análisis y método una aproximación comprensiva que privilegia los
procesos y la singularidad. Del mismo modo, es totalmente coherente que una
ideología individualista como la neoliberal y del capitalismo recurra a
resultados producto de investigación positivista, cuánto más “dura”, mejor.
La gestión por resultados que hoy
se propugna y que Humala insiste en llamar “reforma del estado”, en el fondo al
decir que busca un gasto eficiente y responsable, en la práctica solo reproduce
la segmentación de siempre.
La primera gran dificultad que
impone es exigir ajustar todo fenómeno social a sus formatos importados y mal
copiados de algún país supuestamente más “desarrollado” o de alguna institución
financieras (FMI, BM). Estos formatos son requisito tanto para solicitar
presupuesto regular como de inversión, así como para rendir cuentas y medir la
eficiencia. Aún desde el positivismo si estos formatos constituyen instrumentos
de medición, requerirían una rigurosa adaptación y validación para su
aplicación en diversos contextos, y ello, no se hace.
La segunda dificultad es que
aquello que no está probado cuantitativamente, no existe. La única excepción
para esta regla es dios, evidentemente. No se exigen evidencias para incorporar
un presupuesto para los profesores de religión y el apoyo a colegios
parroquiales, ni para incumplir la legislación del aborto terapéutico, mucho menos
se exigen resultados a las actividades eclesiásticas subvencionadas mediante el
Concordato. Sí se exigen evidencias sobre la violencia familiar, la pertinencia
de la educación en lenguas originarias o el impacto ambiental, lo que sí parece
estar probado son los beneficios de las actividades extractivas.
Es un positivismo curioso el que
se promueve en el aparato estatal. Tiene una doble vara para medir, según los
intereses de los poderes fácticos detrás de ellos. Suele ser más riguroso para
los temas que no cuentan con evidencias por el abandono sistemático que han
sufrido, o que por su complejidad requieren aproximaciones metodológicas que no
encajan en la propuesta positivista promovida desde el MEF.
Esa es la trampa de esta reforma,
que finalmente perpetúa las brechas y la exclusión existente; es una reforma
que optimiza la distribución inequitativa de los recursos y el incumplimiento
de derechos.
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