Que empiecen los juegos

Parafraseando los libros y películas, el título bien pudo ser “Que empiecen los juegos del hambre”. Lamentablemente el hambre hace tiempo que ya empezó, y los resultados electorales del 2026 no van a cambiar ello en el corto plazo.


Más allá de si Boluarte se adelantó en convocar a comicios y por qué lo hizo, lo cierto es que estamos a puertas del proceso electoral potencialmente más polarizado y violento de lo que va de este siglo.

Al menos desde los comicios de 1990, el racismo, la discriminación y los prejuicios tiñen los debates electorales, las preferencias de voto, e incluso el reconocimiento del derecho de las y los votantes de determinados sectores y características.

Si tomamos en cuenta que 1980 fue la primera vez en que la totalidad de peruanos y peruanas votaron sin restricciones por nivel educativo, sexo u otro, se explica en parte que en el imaginario de algunos sectores quienes tenían restringido antes el voto debieran tenerlo restringido también ahora.

El asunto es que quienes habían sido excluidos por el sistema educativo eran principalmente mujeres, personas indígenas, hablantes de lenguas originarias, habitantes de zonas rurales y empobrecidas.

Esta exclusión del sistema educativo es una expresión del racismo estructural, por el cual el sistema no está diseñado para atender a quienes considera menos ciudadanos (o menos humanos). Y es ese mismo desprecio, el que expresan diversos líderes políticos, especialmente cuando los resultados no les favorecen, desde Vargas Llosa hasta Fujimori Higuchi, pasando por unos cuantos trolls y aspirantes a famosos en las redes sociales.

Pero, en las últimas elecciones se cruzó una línea, y aún no encontramos el camino de retorno.

Las expresiones racistas y actitudes discriminatorias que se limitaban a los discursos y los debates presenciales, en medios de comunicación y redes sociales pasaron a la acción el 2021 al interponerse acciones legales para desconocer los votos de personas indígenas, empobrecidas, de ámbitos rurales.

Hasta el día de hoy, diversos líderes de derechas que perdieron la contienda sostienen que hubo fraude. Esto a pesar de no existir evidencia de ello como lo han demostrado las autoridades electorales y el propio informe desarrollado por estas tiendas políticas en el Congreso.

Uno de los argumentos era que las firmas eran algo diferentes del documento de identidad o que el trazo no era firme. Este argumento invisibiliza de manera deliberada que la calidad educativa ofrecida en esas zonas es deplorable, y que además si solo se emplea la escritura o la firma eventualmente, se va perdiendo destreza. 

Por tanto es un argumento especialmente perverso, ya que instrumentaliza una deficiencia producto de la discriminación estructural del Estado para ejercer una segunda exclusión, negándoles no solo el derecho a una educación de calidad y al ejercicio del voto, sino en el fondo negando su condición ciudadana, e incluso humana.

Si a ello agregamos que muchos de los comentarios en redes sociales incluían epítetos abiertamente discriminatorios y racistas hacia las personas por sus rasgos físicos, origen étnico cultural, lugar de residencia, sexo y nivel socio económico, se evidencia aún más la intención de invalidar al “otro” desde los sectores fraudistas.

A diferencia de otros comicios, donde los descalificativos racistas quedaban circunscritos a la contienda electoral, en esta ocasión la polarización ha continuado, y seguramente se exacerbará en cuanto los partidos comiencen sus campañas.

El riesgo de que líderes políticos y autoridades difundan discursos de odio, es que otorgan legitimidad al resto de ciudadanos que antes tenían un autocontrol respecto a expresar sus prejuicios o ejercer discriminación contra otros. Ya lo estamos observando en EEUU, donde el triunfo de Trump permite el crecimiento de grupos racistas, sexistas y homofóbicos.

De hecho, ya se está vivenciando en el país una tendencia a retroceder en el reconocimiento de derechos de personas en vulnerabilidad, como el estancamiento de la política de educación intercultural bilingüe, la reducción de presupuesto de MINCUL para temas indígenas y afroperuanos o la pretensión de debilitar el MIMP.

Se requiere reconocer que la sociedad peruana es racista, más allá de que la legislación pregone la igualdad. Es más, necesitamos reconocer que persisten personas parte de las élites que hoy ostentan el poder real (congresistas, alcaldes, etc.) y fáctico (empresariado, medios de comunicación, etc.) que están en desacuerdo con lo avanzado en términos de igualdad. Estas personas están desarrollando acciones activas para restaurarlo, y tristemente tienen el apoyo de sectores menos privilegiados, pero que asumen un discurso discriminador por motivos aspiracionales.

Reconocido y asumido el problema, lo siguiente es pasar a la acción, dejando la pasividad de discursos de "no soy racista" o "ya todos somos iguales". Se requiere una postura y respuesta antirracista sancionando socialmente y legalmente los discursos de odio y toda pretensión de desconocer la ciudadanía y derechos de las personas racializadas, solo porque no estamos de acuerdo con ellos.

Debemos iniciar un periodo de alerta permanente para prevenir, identificar y dar respuesta a discursos, actitudes y comportamientos discrimnatorios durante una campaña electoral que pinta a ser la más agresiva del siglo. 

 

 

 

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