Se vienen los indios

Hace unas semanas escuché el testimonio de una mujer afrodescendiente que aseguraba no haber sentido el racismo. Fue empática al no tratar de invalidar otras experiencias y la acogieron y respaldaron sus compañeros de la mesa de diálogo. Fue sincera, y estoy segura que muchas personas racializadas tienen testimonios similares desde sus subjetividades, aunque tal vez un estudio de historia de vida podría terminar evidenciando lo contrario.


El racismo peruano se intersecciona con otras formas de opresión y desigualdad. Esto hace que pese a su omnipresencia y cotidianeidad pase desapercibido en nuestra experiencia de vida al no identificarlo con claridad.


Además que, es doloroso, y nuestra psique siempre se las arregla para evitarnos el dolor.


¿Realmente no me dejaron entrar porque usaba zapatillas o fue por mi color de piel? ¿o porque mi color de piel unido a esas zapatillas delataba mi condición económica? Parece más fácil soportar ser víctima de aporofobia que de racismo, lo pobre se quita, la piel no. Así que aceptar como válido el pretexto puede funcionar para aligerar la experiencia de exclusión y negación de la existencia. 


Este relato de un amigo afroperuano comeño de universidad pública rondaba mi corazón cuando hicimos la expedición antirracista, intentando entrar a cuatro discotecas de moda. Ni mis mejores zapatos ni la blusa de la tienda “Outlet-USA” de jirón evitaron que me negaran el ingreso sistemáticamente. Conforme a lo esperado. Hipótesis validada, el operativo fue exitoso, no fue la ropa ni la billetera, sino nuestro color de piel.


Regularmente no hubiera intentado ir a esas discotecas, no es mi estilo de entretenimiento y desconocía su existencia. Pero si no hubiera vivenciado el experimento no habría comprendido otro importante código del racismo y clasismo peruano: 

“Cada quien en su lugar”. 

Cuando nos hablan discursos rancios de diversidad o de convivir en un país de todas las sangres, nos hablan de una convivencia con tránsitos restringidos.


Parafraseando a Rosa de Luxemburgo, “quien no se mueve, no siente las desigualdades”. Si sigues ciertas reglas, o mejor aún, si eres un “Tío Tom” o un “Felipillo” puedes torear con cierto éxito la experiencia racista peruana. Eso, hasta que intentas algo demasiado osado como dirigir la filarmónica, gerenciar un banco o ser presidente del país.



Venir a Lima para ejercer derechos ciudadanos como la participación política , la libertad de expresión y la protesta son formas demasiado radicales de moverse, de “no quedarse en su lugar” para quienes ejercen el poder hegemónico y sus clubes de fans.


Por eso la reacción es a la vez de desprecio y de temor. De un temor colonial a la rebelión indígena, de las élites de hace cien años a las primeras migraciones, de la Lima en desarrollo a los desplazados por terrorismo, de la autoproclamada Lima Moderna a sus vecinos coneros y venezolanos forzados a migrar.


Lo más triste no es la transmisión intergeneracional del temor a personas que solo demandan ser tratadas como iguales. 

Lo más triste es cómo migrantes y sus descendientes radicados … (corrijo) Lo más triste es cómo indígenas y descendientes indígenas, clases trabajadoras, autoempleados y sobrevivientes no solo han optado por negar el racismo, sino que se colocan del lado del opresor, intentando así evitar el dolor de la discriminación estigmatizando y terruqueando a otros sentados frente a un televisor, aplaudiendo que un ministro llame animales a unas señoras de quienes solo se diferencian por la ropa y la opción política.


Lo más triste es que Lima necesite ser tomada por quienes sí tienen claras sus identidades étnicas, políticas y de clase.


Aún es tiempo de aceptar y reconocer que no te excluyeron por no tener ropa de marca, la maestría en Harvard o por tu carácter, sino por tu evidente ascendencia indígena, afroperuana, marrón. Abraza a tu “yo” herido y salgamos también limeños y limeñas indígeno-descendientes a tomar la capital y recuperar la dignidad.


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