Los principales protagonistas del actual debate sobre la normatividad y la calidad de la educación universitaria provienen por un lado de las universidades públicas, especialmente (pero no solo) limeñas, y de un sector de universidades privadas que tienen en común su prestigio.
En el medio, invisibilizadas o
peor, estigmatizadas, quedan las universidades privadas creadas en los últimos
treinta años, y que con no poco esfuerzo han logrado su licenciamiento.
Las siguientes líneas serán para
sustentar por qué las dos primeras sitúan sus discursos desde un lugar de privilegio,
y la necesidad de atender e involucrar activamente a las de en medio.
Primero, lo evidente. El lugar de
privilegio de las privadas de mayor antigüedad y/o prestigio. La mayoría de
estas universidades se crearon antes de las reformas de los noventa que permitieron la apertura indiscriminada de nuevas universidades con fines
más lucrativos que académicos. Otras, son posteriores a los noventa, pero vinculadas
a otras entidades prestigiosas, de formación técnica, pedagógica o a sectores
de la iglesia católica, lo que ayudó a la rápida construcción del prestigio.
En un país desigual como el Perú,
el prestigio de una casa de estudios la constituyen tanto factores objetivos
(certificaciones, investigación, publicaciones, eficiencia de sus egresad@s, etc.) como factores subjetivos, pero
incluso lo subjetivo retroalimenta y permea lo objetivo al visibilizarlos. Estos factores subjetivos están constituidos por la procedencia
social y económica, así como las redes de sus egresados y docentes. Las redes de contacto son un capital
poderoso, que en algunos casos extremos llega a constituir una endogamia
académica, y que fortalece los logros objetivos, pero sobre todo logra ubicar a
sus egresados en puestos de trabajo que mantienen esta rueda girando. Muchos de
sus egresados, ni siquiera necesitan ser destacados o eficientes académica o profesionalmente,
al contar con un capital social importante desde la cuna y la escuela primaria.
Lo decía una abogada, periodista
y docente universitaria en uno de sus programas entrevistando a un ex ministro
procedente también de una de estas universidades “nosotros no nos vamos a ver
perjudicados con la contra reforma”.
Desde la otra orilla, las
universidades públicas, con todas las carencias que enfrentan desde hace más de medio
siglo, y en su gran diversidad a lo largo del territorio, parecen no ubicarse
en un lugar de privilegio, pero en realidad sus comunidades universitarias, sí
lo hacen.
Los limitados recursos de las
universidades públicas las obligan a seleccionar a sus ingresantes, y el
método con que lo hacen tiene dos problemas: (1) responde a un criterio
economicista y no de derecho; y (2) responde a habilidades que no se correlacionan
con las competencias profesionales. El segundo punto es el más evidente: insistir en exámenes memorísticos, con preguntas que requieren alto nivel de
concentración y entrenamiento, sugiere un perfil de ingresante, cuya única
habilidad para el mundo profesional es el poder desempeñarse bajo presión, pero
desarrollando operaciones, recordando información o sorteando acertijos que hoy
son resueltos por programas informáticos en el mundo profesional.
Esta alta especialización para ingresar
deja por fuera dos perfiles: A quienes no tienen el dinero, tiempo o
condiciones familiares para entrenarse en una academia; y a quienes tienen
otras inteligencias y habilidades, incluso más necesarias en un futuro profesional.
Cambiar los criterios de selección, sería un primer paso importante, pero
insuficiente, pues no resuelve el problema del criterio economicista.
El criterio economicista es aquél
que entiende la educación como una inversión, y no como un derecho. El estado
peruano, ve la educación superior pública, universitaria, técnica y los sistemas
de becas desde una lógica de inversión. Es decir, espera que
el dinero que invierte le sea retribuido en el corto o mediano plazo con
profesionales que aporten al desarrollo económico del país, por lo que
privilegia a quienes considera más aptos. Evidentemente es solo la lógica
detrás de los criterios de selección de ingresos y otorgamiento de becas,
porque la implementación está muy lejos de asegurar el retorno de la inversión,
o de ser eficiente en la selección de las y los más aptos.
Cuando las personas reclaman
becas como restitución de derechos a consecuencia de la violencia interna, de
la exclusión a los pueblos indígenas, de la guerra en el VRAEM, de la orfandad,
de las discapacidades, etc. el Estado responde desde un criterio de desarrollo
económico exigiendo rendimiento académico y limitando la oferta de carreras
profesionales para becarios. El estado no responde desde un enfoque de derechos como está
efectuada la demanda.
Pero estos grupos en
vulnerabilidad no son los únicos que demandan una educación superior como derecho, tanto a la educación, como derecho a ampliar sus oportunidades de una vida digna. También
lo demanda desde los ochenta una gran masa que no tiene el privilegio de postular
infinitamente a una universidad pública, que no tiene esas habilidades
(obsoletas) memorísticas, y tampoco el dinero para pagar una universidad
privada “prestigiosa”.
La respuesta a esta demanda en los noventa fue abrir
la oferta de manera indiscriminada, y el precio fueron universidades y sucursales sin un mínimo de
calidad, que constituyen una estafa. La respuesta de la última década a este
problema generado por el propio estado fue establecer algunos mínimos de calidad
a incrementarse gradualmente. Pero en opinión de esta
columna, se hizo sin profundizar el debate sobre el derecho a la educación superior, y desde
el lugar de privilegio que les daba a los hacedores de política provenir de los
dos tipos de universidades privilegiadas.
El lograr ingresar a una
universidad pública de cientos de años de antigüedad no hace a alguien más inteligente
o mejor profesional, que quien trabaja seis o siete días a la semana para
pagarse una universidad privada al alcance de su bolsillo. Solo le hace alguien
con más recursos económicos, de tiempo, con una mejor memoria o
entrenamiento.
Por ello, la creciente estigmatización a universidades que han logrado licenciarse con esfuerzos, debido a casos vinculados a la universidad más politizada de los de en medio (UCV), lo que hace en realidad es ofender y limitar las oportunidades de desarrollo de sus comunidades, integradas por estudiantes y docentes que hacen en su gran mayoría el mejor de sus esfuerzos… Parafraseando la canción de Los Prisioneros: ellos tienen esfuerzo, ellos tienen dedicación, ¿y para qué?
Concluyendo, además de impedir el retroceso en lo poco avanzado de la reforma universitaria, sugiero algunas consideraciones para lo público y privado:
- Modificar radicalmente las formas de selección en las universidades pública.
- Cuidar más los mecanismos de egreso y titulación que los de ingreso, tanto en públicas como en privadas, con acompañamiento del ente rector.
- Diferenciar la formación profesional de la formación en investigación, siendo más rigurosos con los estándares de investigación académica, pero sin que este sea el único estándar para la certificación académica.
- Tender puentes y redes de intercambio entre universidades públicas, privadas “prestigiosas” y “no prestigiosas”, que permitan aprender unas de otras y combatir la endogamia académica y de distribución de puestos de trabajo.
Y, finalmente,
lo más importante, debemos deshacernos de ese tufillo de superioridad y desprecio con
que nos relacionamos con las universidades “de en medio” y sus comunidades académicas.
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