En mi primer año de estudios universitarios, intentando refinar mi lenguaje me referí a España como la “madre patria”. Felizmente un compañero carbajalino le hizo notar el error a esta recién egresada de un colegio también linceño, pero parroquial.
Gracias a
él, inicié mi proceso de descolonización psíquica. Un proceso inconcluso, por
cierto, pero que no habría iniciado de no ser gracias mi paso por la
Villarreal.
Empleo el
término “psique” para resaltar que no es solo algo mental o cognitivo, sino
también y sobre todo afectivo y comportamental, la triada que compone lo que
algunos teóricos como Allport definen como una actitud.
Mucha de
nuestra formación en familia, la escuela, las amistades y el trabajo nos
refuerza en un pensamiento y afectos colonizados que nos hacen sentirnos
inferiores, capaces de glorificar al pueblo quechua solo en el pretérito
incaico y no en el presente cotidiano. Incluso hipótesis como si hubiera
sido mejor ser conquistados por otro país europeo alimentan la idea de nuestra
inferioridad, que no es otra cosa que nuestro racismo interiorizado.
Ciertamente
no estaría escribiendo en castellano de no ser por la invasión española. ¿Pero
eso significa que este texto sería peor si lo comunicara en quechua?
La idea de
que algunos productos culturales sean de una “civilización” y el resto
“incivilizados” también es parte de una racionalidad y una desafección hacia lo
indígena y lo afrodescendiente, que solamente incorporamos cuando “está en su
lugar”, para nuestro placer y no demanda poder, o en palabras de la mandataria
cuando presenta “una agenda social y no política”.
La
política, como en la antigua Grecia, se reserva a los patricios, a los
ciudadanos plenos, excluyendo a las otras clases y a las mujeres de los
debates, a pesar que la promesa independentista y la promesa democrática nos
habla de igualdad.
Son 202
años de independencia, pero solo 168 sin esclavismo[1],
recién hace 67 años[2]
que las mujeres pueden votar, 54 años de la restitución de la tierra al
campesinado indígena y afroperuano, y apenas el siguiente año serán 44 años de
las primeras elecciones con voto universal[3],
incorporando a las personas iletradas. Las personas transexuales aún no pueden
votar sin exponerse al maltrato porque se les sigue negando el derecho a la
identidad.
Posiblemente
si fuiste formado o formada desde un lugar con privilegios, o con aspiración a
tenerlos, debiste recibir mensajes sobre las incapacidades de estos grupos
poblacionales y en un afecto paternalista hacia ellos. Claro, la trabajadora
del hogar era “como de la familia”, ¿también la mascota, cierto? Hay
afectividad, pero no en igualdad.
Esta desafección
(racista) hace posible que se olviden tan rápidamente a casi 70 compatriotas
fallecidos en las manifestaciones, al menos 45 por arma de fuego de las fuerzas
del orden.
Esa misma
desafección, combinada con racismo interiorizado permite a un efectivo
policial, sentirse un poco superior a una mujer indígena, porque es hombre y no
usa vestimenta originaria se cree lo suficientemente “superior” y con el poder
para empujarla con su escudo, sin medir el daño que este acto pudo tener. Como
cuando jalas bruscamente de la correa a tu mascota al pasearla, porque quiere
ir “a donde no tiene permitido”. Con la clara diferencia, que una ciudadana
peruana es una persona, y sí tiene permitido protestar y desplazarse en un
espacio público. Al menos, se lo permite la Constitución vigente.
La
democracia se vacía cada vez más de contenido por la persistencia de la
desigualdad basada en el racismo (y clasismo) colonial. No es solamente la
crisis de un sistema, es la sobrevivencia de un sistema desigual desde las
subjetividades de nuestras psiques y en especial de quienes se resisten a
perder sus privilegios, sean estos heredados o recientemente ganados.
Mientras
las élites y los representantes políticos sigan preocupados en su propia
hegemonía y sobrevivencia desde lógicas coloniales y racistas, esta democracia
seguirá sin ser democracia.
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