Nelly Rubina reside en San Juan de Lurigancho, en un
laberíntico cementerio informal camino a la casa de su hermana. Pero Nelly en
realidad reside en varios lados, como por ejemplo en el Monumento “El Ojo que
Llora”. Ella está allí, en una piedrita, con miles de desaparecidos y
asesinados a quienes la muerte cogió desprevenidos, y que hoy conviven en el
laberinto del monumento. El laberinto es a la vez una metáfora del azoramiento
permanente que fue el conflicto armado interno, y metáfora del caos que ha
representado la búsqueda de justicia para sus familiares.
El caos parece perseguir a Nelly desde que llegó a
Lima desde Huánuco, y hasta ahora no podemos ofrecerle siquiera una memoria que
no asemeje un laberinto con recovecos, falsas salidas y lugares ocultos.
Veinticinco años después de la matanza de Barrios
Altos, coexisten, aún entre activistas y defensores de derechos humanos
diversas versiones e hipótesis de lo acaecido y de las historias de vida de
quienes fueron asesinados allí, incluyendo aquella que se equivocaron de casa
al escuchar la canción de Dolorier “Flor de Retama”.
La mayoría de estas versiones coinciden en que
algunos o todos los que se encontraban en el solar pertenecían a una agrupación
terroristas, luego varían respecto a quiénes y a cuántos, y si es que alguno de
los demás vecinos había sido o no un soplón. Todas estas versiones provenían de
otra manera del fujimorismo a través de sus diversos tentáculos: prensa comprada,
congresistas fanáticos y por su puesto a la cabeza, un grupo de inteligencia
que intentaba tapar su torpeza, pero sobre todo su crimen.
La verdad es que era una pollada para arreglar el
desagüe. La verdad también es que no estaban solamente los del solar, sino
invitados, después de todo había que sacar fondos. La verdad también es que era
más para distribuir la pollada que una fiesta en sí, y la cosa ya estaba
terminando, incluso algunos vecinos con copas de más se habían retirado a
dormir. También es verdad que algunos de los vecinos y vecinas simpatizaban con
Fujimori, habían votado por él, y hasta creían en su política anti-terrorista,
en la más cruel de las ingenuidades.
Como en todo solar había gente que se llevaba bien
y mal, gente que se conocía y quienes no, eso facilitó que creciera la red de
mentiras sobre la supuesta filiación terrorista de algunos. Y sí, hubo también
un sobreviviente que fue acusado formalmente de terrorismo, fue encarcelado, y
luego liberado. Como también se dijo que el papá del niño muerto había estado
cumpliendo pena por terrorismo al mismo tiempo que desposaba a su hoy viuda.
Tales eran las historias entretejidas, los agravios,
el temor y la desconfianza, que incluso algunos abogados de derechos humanos
dudaban en asumir los casos, y es así como en vez de que uno solo asumiera la
causa del caso, cada familiar fue encontrando a quien se atreviera a
defenderlos.
¿Si puedo poner mis manos al fuego porque nadie en
ese solar o en esa pollada simpatizaba con Sendero o con el MRTA? En este país hay presunción de inocencia y libertad de pensamiento, y a quienes fueron asesinados no se les puede juzgar ni menos probar un delito. Sin embargo lo más importante es que la pregunta no es esa.
La pregunta correcta es: ¿pueden agentes
paramilitares entrar a una residencia disparando a quemarropa sin ninguna orden
judicial, y sin que se esté cometiendo un delito? No. La respuesta es no. Eso
es un asesinato, un crimen de lesa humanidad, por eso Fujimori está en prisión,
por eso Nelly aún no encuentra paz en ese laberinto de mentiras que es una de
las herencias más nefastas del tiempo de violencia que vivió nuestro país. Eso,
y pensar que algunas vidas son descartables, después de todo, quienes murieron
eran pobres y migrantes, pero como es muy feo justificar así su muerte, mejor
digamos que eran terroristas y todo fue un “exceso”.
Aunque injustificable, es comprensible que los ex
agentes del grupo colina y los fujimoristas argumenten que los fallecidos en
Barrios Altos eran terroristas. Lo que no tiene comprensión y justificación
alguna, es que el resto de peruanos y peruanas, sigamos condenando a Nelly y
las otras 15 víctimas, a los sobrevivientes y a sus familiares a una memoria
llena de mentiras, sin aceptar nuestra culpa como sociedad por la indiferencia,
la negación y por haber tolerado y seguir promoviendo que una agrupación
política que defiende asesinatos, robos e injusticia siga hoy en el poder.
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