Por la despenalización del aborto: Tres historias

En el contexto del plantón del día de hoy en el Congreso, expreso mis razones para estar a favor de la despenalización del aborto. No voy a citar las razones dentro del debate biologicista, legal o moral, sino que deseo afirmar aquellas más vinculadas con mi vivencia como psicóloga y como mujer.

Al inicio de mi carrera me involucré de lleno en el campo de la orientación y consejería a jóvenes y adolescentes, estando siempre presente los temas de sexualidad. Parte de la labor de la orientación es presentar el panorama y apoyar en la toma de decisiones, mas no decidir, pues esta es una elección personalísima. Así, siempre apostaba por orientar hacia el retraso del inicio sexual, y hacia el uso responsable e informado de los métodos anticonceptivos.
Sin embargo, a veces las inquietudes llegaban más tarde, cuando había una sospecha o una confirmación de embarazo. La posibilidad del aborto era parte del panorama a explorar siempre, y me aseguraba de hacerlo de forma que la otra persona (la mayoría de veces mujeres, pero otras varones) no se sintiera juzgada ni condenada por considerar todas las opciones. Solo pensar en la posibilidad de abortar es de por sí estresante para una mujer, y en mi experiencia solo la exponían aquellas que en verdad no veían otra salida; parte de mi función era ayudarles a ver otras salidas, sin embargo, el aborto en muchas ocasiones se presentaba para la consultante como la más viable y es su decisión. Cuando notaba esta situación, por lo general me enfocaba en que pudieran prever las posibles consecuencias físicas y emocionales. Creo que ambas se pueden manejar de una mejor manera despenalizando el aborto. Pero antes de ello, deseo describir tres situaciones distintas que por una u otra razón han sido mis vivencias más cercanas al aborto.

La primera, fue también uno de mis primeros casos en consejería telefónica, y el primero con mayor carga para mí como novel orientadora y practicante de psicología. La joven que llamaba vivía sola con sus abuelos y su hermano, los abuelos se encontraban fuera de la ciudad y el hermano la había violado. Sospechaba de un embarazo. Estaba atemorizada, angustiada, deprimida y al borde de la desesperación. No se atrevía a pensar si quiera que la posibilidad de embarazo fuera real. Sin embargo, lo primero que debía hacer era descartarlo. La prueba salió positiva y volvió a llamar. Aquella fue sin duda la decisión más difícil de su vida, una parte de ella no quería hacerlo, pero la mayor parte de su ser no hubiera podido jamás hacerse cargo de aquella criatura producto de la violencia. Pero como si no fuera lo suficientemente complicado tomar aquella decisión, la joven luego debió enfrentarse al prejuicio, la condena y los servicios clandestinos para poder abortar. Lo único que podía hacer terminado el terrible proceso era acudir a un centro de salud aduciendo una pérdida espontánea para que verificaran y/o terminaran el legrado, y volver a llamar para culminar la consejería.

La segunda situación fue más cercana, de una amiga mía. Ella hacía unas semanas que había logrado terminar con un enamorado que padecía de alcoholismo y que en más de una ocasión le había gritado, humillado, pegado y ahorcado dejándole severas huellas en el cuerpo. Ella estaba enfrentando las amenazas de aquel sujeto que no aceptaba la ruptura de la relación, reclamándola como si fuera su propiedad. Mi amiga además se encontraba en tratamiento por un problema a los riñones. Es en esas circunstancias que descubre su embarazo, que debido al medicamento que estaba tomando era de alto riesgo. Llamó por orientación a una conocida ONG feminista, pero sintió aún allí el dedo acusador. “No soy una asesina”, me dijo, “quiero ser madre, pero ahora no, así no”. Sabiendo que su condición económica le permitiría acudir a una clínica no clandestina y acceder al servicio por un precio especial, mi principal preocupación era que no sufriera el peso del arrepentimiento después, y hacia eso dirigí todo mi apoyo y mi cariño, a decirle que no era una asesina, sino una sobreviviente, que su decisión era difícil, pero que entendía sus circunstancias y que estaba en su derecho.

La tercera situación pocos la conocen, y es propia. No tengo deseos de ser madre nunca, tomo siempre las precauciones del caso, pero también considero que con la información que manejo, sería irresponsable de mi parte no asumir las consecuencias de un embarazo si me llegar a suceder. El viernes de semana santa del año 2006 sentí un dolor fuerte y extraño en el vientre. Estaba sola en casa y decidí recostarme un rato, no sé si me dormí o perdí el conocimiento, ni por cuanto tiempo fue, pero al incorporarme encontré sangre… tal como la había descrito centenares de veces en consejería como señal de amenaza de aborto. Llamé a una amiga y me fui a un centro de salud por Lima Sur. En el camino, fui tomando conciencia que lo más probable era que me encontrara embarazada, y de acuerdo a la última fecha en que estuve con mi pareja de entonces, serían unas seis semanas. “Ernesto si es niño, Isabel si es niña”, ese fue el pensamiento que me acompañó el resto del camino, y empecé a querer a esa criatura de aproximadamente cuarenta y dos días dentro de mi, y a esperar que se salvara. Pese al taxi, pese a mi pronta reacción, pese a mis deseos, al llegar a la consulta “Ernesto si es niño, Isabel si es niña” no tenía ya más vida. Una serie de fibromas que ignoraba tener le había impedido continuar creciendo y que yo conociera su rostro y su sexo. Solo quedó la revisión, el legrado y la inyección anticonceptiva de prevención, que dolían más en el corazón que en mi cuerpo. Uno de los pensamientos que vino a mi mente, es que hubiera pasado si el embarazo hubiera continuado con el embrión o feto muerto, si hubiera necesitado un aborto terapéutico y hubiera tenido que enfrentarme a un médico que por temor a ser penalizado o amparándose en un tema de confesión religiosa me hubiera obligado a cargar muerto a Ernesto (o Isabel).

Se argumenta que hay mujeres que constantemente abortan, yo estoy segura que si abortaran en un establecimiento con un protocolo integral, que les brindara la orientación y el acompañamiento psicológico adecuado, una buena consejería y acceso a métodos anticonceptivos, ese problema dejaría de existir casi por completo. Despenalizando el aborto, no solo se podría ofrecer servicios médicos de calidad a mujeres como mi amiga, la joven de la llamada o yo. También, y sobre todo se debería ofrecer una consejería antes, durante y después. Esta no es nunca una decisión fácil para una mujer, y cuando no hay opciones por temas de salud, tampoco es un momento que se pueda enfrentar sola. No lo creo, lo sé, como psicóloga y como mujer.

Por todo ello, aunque no podré estar presente en el Congreso, espero que de una buena vez por todas se dejen de lado las trabas hipócritas que hacen a tantas mujeres más doloroso, traumático y riesgoso uno de los momentos más difíciles de sus vidas.

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