Muerte en la universidad: Una mirada psico-social

Hace más de ciento veinte años, concretamente en 1897 Émile Durkheim en su obra El Suicidio nos ofreció una aproximación sociológica al problema del suicidio. Lamentablemente el enfoque médico-biologicista que es hegemónico en la psicología y la psiquiatría no suelen tomar en cuenta estos acercamientos, contrario a lo que establece la propia Organización Mundial de la Salud y las tendencias actuales en ciencias sociales y del comportamiento que toman en cuenta el contexto para comprender y dar respuesta a las crisis de salud en general y de salud psicológica en particular.


Apenas van unas semanas de iniciado el ciclo académico de marzo 2025, y ya tenemos dos noticias de personas cayendo de un piso alto de dos universidades diferentes: la PUCP y la UTEC, aunque las circunstancias siguen siendo objeto de investigación, especialmente la del docente de la UTEC, no se puede dejar de lado la hipótesis del suicidio, especialmente porque en los últimos dos años se observa un incremento de intentos  (2134 el 2023 y 1753 el 2024)[1] y 735 suicidios consumados el 2024[2].

Asimismo, hay dos antecedentes en instituciones educativas (2023, U de Lima y 2022 Colegio Saco Oliveros), que de alguna manera expresan que estos espacios no han sido capaces de contener sus problemas, como tampoco sus familias y el resto de la sociedad. Luego volveremos con esta elección, ya que el método de lanzarse al vacío es poco común tanto en hombres (5,52%) como en mujeres (3,39%).[3]

Durkheim  al estudiar el suicidio en varios países identificó cuatro tipos de suicidio según el grado de integración e regulación social: el suicidio egoísta (por baja integración, como en sociedades individualistas), el altruista (por exceso de integración, como en sociedades tradicionales donde el individuo se sacrifica por el grupo), el anómico (por falta de regulación, especialmente en momentos de crisis o cambios sociales), y el fatalista (por exceso de regulación, aunque este es menos desarrollado en su obra).

La anomia es una situación de desorganización o ausencia de normas claras en la sociedad, que se da en contextos de rápido cambio económico o social, donde las personas pueden perder sus referentes normativos, lo que genera confusión, insatisfacción y, en algunos casos, conduce al suicidio anómico. Así, la anomia refleja una ruptura entre los deseos individuales y la capacidad de la sociedad para regularlos adecuadamente.

Por ello se concluye que la cohesión social y las normas colectivas se relacionan con las tasas de suicidio, entendido como un fenómeno social.

Obviamente esta teoría no invalida las razones individuales del suicidio, asociado en su mayoría a la depresión, al contrario la anomia, la percepción de falta de cohesión social profundiza la sensación de soledad e indefensión que puede deteriorar un proceso depresivo. Circunstancias como problemas familiares (21%), de pareja (27%) y económicos (8%)[4] suelen ser los detonantes más comunes, pero se debe resaltar que rara vez esta decisión es unicausal, sino que confluyen diversos factores. De hecho, el 6% de intentos de suicidios fueron sin razón aparente, y aunque el 15% responde a problemas mentales, se debe resaltar que un 6% fue por una experiencia violenta, lo que nos habla de la actual crisis de inseguridad.

La mayoría de las personas que intentaron suicidarse tenían entre 18 y 29 años (51,5%), seguidos por adolescentes (23,5%) y adultos (22%)[5], lo que nuevamente se relaciona con el concepto de anomia, que se concreta en problemas como el estrés por precariedad laboral, la pérdida de sentido vital o la presión del éxito individual, que afecta principalmente a estos grupos etarios.

Según la literatura especializada, es común que los jóvenes opten por métodos impulsivos y visibles como los lanzamientos al vacío ocurridos en las universidades. Otro factor que considerar es que la elección del lugar, uno donde será inmediatamente reconocida su identidad, puede interpretarse como una manera de comunicar el sufrimiento que están padeciendo, aunque no necesariamente que ese entorno en específico se la causa de su dolor ni su detonante.

Claro que también se puede entender la elección simplemente porque es accesible y de alta letalidad. Pero al observar su reiteración en los últimos cuatro años, es pertinente dejar abierta la hipótesis de la necesidad de comunicar a su entorno que han fallado en brindarle contención y en proteger su vida.

Nuestra sociedad está fragmentada por varios elementos, de los que destacaremos tres: Primero, el accionar de autoridades que además de su notoria incapacidad, es violento simbólicamente (discursos y negligencia) y explícitamente (asesinato y represión) contra los más vulnerables. Segundo, la perpetuación de la polarización electoral, que más allá de lo ideológico se expresa en los prejuicios y discriminaciones de clase, raciales y de género. Tercero, el aumento de la inseguridad ciudadana y el clima de violencia imperante.

La tarea pendiente es considerar estrategias de intervención comunitarias, que son mucho más que las visitas domiciliarias realizadas por los Centros de Salud Mental Comunitaria. Lo que se requiere es el fortalecimiento de la socialización y del ejercicio ciudadano con participación y confianza pública como lo sugería Durkheim. Las mencionadas crisis fomentan el individualismo y dificultan a las personas pedir ayuda oportunamente, haciendo que su muerte sea la única forma que creen les permite que los demás noten su dolor.

Estas estrategias de promoción de la integración social y la participación ciudadana requieren ir a la par de medidas de prevención específicas de salud mental, pero sobre todo de mejora de las condiciones materiales de vida a los que esos factores se encuentran estrechamente ligados.

 

 

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