¿Derecho contra derecho? O por qué el serenazgo puede pegarle a las trabajadoras sexuales y las rondas campesinas no

Dicen que la prostitución es el oficio más antiguo, y aunque más antigua es la agricultura, ciertamente desde que la humanidad empezó a organizarse en conglomerados más grandes, denominados ciudades o metrópolis, surgió el intercambio de sexo por dinero. Sin embargo, debemos precisar que también desde el inicio, la prostitución ha estado íntimamente vinculada a la explotación y esclavización de mujeres, tanto, que casi son sinónimos, y son excepcionales los casos en que se ejerce en total libertad y sin estar vinculado a pobreza o adicción.
                                                                                                                                                  
Las trabajadoras sexuales son mujeres con los mismos derechos que el resto de personas, que desarrollan una actividad económica que no es delito en nuestro país, aunque se mantiene gracias a la ideología machista. Las trabajadoras sexuales suelen estar en uno de los escalones más bajos de la sociedad y sufren discriminación acumulada por su condición de mujer, de pobreza, del trabajo que ejercen, y a ello se le suma en ocasiones la edad, vivir con VIH, o su identidad de género en el caso de las travestis y transexuales. Esta posición hace que prácticamente se les niegue el derecho a tener familia, siendo por lo general explotadas por sus parejas, y uno de los insultos más duros y frecuentes es decirle a alguien “hijo de puta”.

¿Qué hace entonces que algunos periodistas salten a denunciar un hecho de violencia contra quienes están en el último escalón de la sociedad?, ¿qué hace que quienes no tienen muchos reparos en comercializar con la imagen de la mujer, ahora recuerden que también las trabajadoras sexuales tienen derechos?, y ¿por qué nunca hubo esa denuncia ni esa indignación frente a los casos cotidianos de violencia física de miembros de la policía y serenazgo a trabajadoras sexuales?

Las rondas campesinas son una forma de ordenamiento y control propia de muchos pueblos andinos. Son parte de esa organización y cultura característica que de acuerdo al Convenio OIT 169 hacen que un pueblo pueda ser considerado originario, y al ser una forma de aplicación de justicia conforma parte del derecho consuetudinario. No digo que por ello sean buenas y haya que aceptarlas, personalmente creo que debemos caminar hacia formas de administración de justicia más humanas que la pena de muerte en países como EEUU o las redes de corrupción que imperan en nuestro país. Ellos tienen el derecho a preservar su cultura, tanto como las mujeres a su integridad física. Situaciones así merecen un análisis más profundo del que se le está dando.

Cuando un rondero ejecuta un castigo físico, que está contemplado en sus funciones, nos asombramos, pero nos parece normal que un sereno haga lo mismo, aunque contravenga sus funciones.  Ello es porque reconocemos la autoridad que representa el sereno, pero no la del rondero; pero yendo más allá, es porque aunque la prostituta está en uno de los últimos escalones, los pueblos indígenas y sus patrones culturales, siguen un paso más atrás para muchos.

Saludaría si la crítica fuera siempre hacia el machismo y trabajásemos en la deconstrucción de prácticas violentas, sin embargo, el que la indignación no se produzca frente a otros casos, hace dudar que sean la violencia y el machismo lo que se objeta, como si esto fuera exclusividad de los ronderos, o de repente no les molesta que las golpearan, sino que fuera “tanto”. Pero nuestra sociedad es de “todos contra todos”, hay quienes sí respaldan la acción de los ronderos y los colocan un peldaño encima de las trabajadoras sexuales. Suelto una última hipótesis, y es que todo depende de si uno es más racista que machista, o más machista que racista, y el que esté libre de prejuicio que tire la primera piedra.


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